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jueves, 3 de abril de 2014

La Tristeza

La tristeza es una de las emociones básicas (no natales) del ser humano, junto con el miedo, la ira, el asco, la alegría y la sorpresa. Estado afectivo provocado por un decaimiento de la moral. Es la expresión del dolor afectivo mediante el llanto, el rostro abatido, la falta de apetito, etc. A menudo nos sentimos tristes cuando nuestras expectativas no se ven cumplidas o cuando las circunstancias de la vida son más dolorosas que alegres. La alegría es la emoción contraria.

 La tristeza puede ser un síntoma de la depresión, que se caracteriza, entre otras cosas (abatimiento general de la persona, descenso de la autoestima y sentimientos de pesimismo, desesperanza y desamparo), por una tristeza profunda y crónica. En psiquiatría se habla de tristeza patológica cuando hay una alteración de la afectividad en que se produce un descenso del estado de ánimo, que puede incluir también pesimismo, desesperanza y disminución de la motivación. La tendencia alternativa entre las emociones de alegría y de tristeza es la labilidad emocional. Los síntomas de la tristeza son: llorar, nervios, rencor y decaimiento moralmente.



Ciertamente, la tristeza, con toda su necesidad de soledad y aislamiento, es una emoción que produce, cuando es vivida de forma positiva, un llamado a la reflexión, a la introspección, a la evaluación de los acontecimientos que nos hacen sentir tristes, y proporciona un espacio de encuentro con uno mismo, desde donde se hace posible el análisis de las circunstancias, de lo que hicimos y de lo que pudimos haber hecho, de lo que evitamos, de lo que propiciamos o no, de por qué estamos en la situación presente, y de lo que pudiéramos aprender a partir de allí. 

 La tristeza es, pues, la única emoción que con toda su carga permite la introspección útil, y el análisis emocional de los hechos presentes y pasados, con miras a un aprendizaje necesario para redirigir apropiadamente el futuro inmediato y posterior. 

 Por supuesto, como todas las emociones básicas, tiene un lado oscuro, o inadecuadamente canalizado: la melancolía permanente y la depresión. Desde este espacio inapropiado, la tristeza comienza a ser una emoción inerte, inútil, vacía; que no aporta ninguna posibilidad directa de aprendizaje y crecimiento, sino que nos sumerge en un espacio de victimización y oscuridad absoluto, donde no hay voluntad de mirar hacia las posibilidades, hacia el mundo, hacia lo positivo y apropiado de la vida. En este espacio de tristeza permanente, de depresión, nos ensimismamos en un fango movedizo y espeso, del que es muy difícil librarse. Arribar a la depresión tiene que ver con muchos momentos de tristeza ignorados, desdeñados, evitados; que se van acumulando día tras día, semana tras semana, mes tras mes… hasta que nuestra alma ya no puede más y explota con una tristeza tan profunda, tan intensa, que nos toma y nos enajena de cualquier posibilidad asertiva de análisis y confrontación. 

Salir de un episodio depresivo requiere una fortaleza muy grande, y casi con seguridad, del apoyo de algunas personas cercanas y de algún especialista que nos ayude a reencuadrar nuestro momento presente para lograr levantarnos, y poco a poco, salir adelante reconstruyendo nuestros conceptos, nuestras ideas, nuestra postura existencial. 

Así pues, permitamos nuestros momentos de tristeza con libertad, con entereza, con valentía, con la certeza de que mientras más intensamente la vivamos, con más conciencia de lo que nos está pasando, más rápidamente saldremos de ella; crecidos, fortalecidos, con mayor conocimiento de nosotros mismos, y con nuevas herramientas de confrontación ante la vida.



De modo análogo a lo que decíamos al hablar sobre la espiral de la preocupación, la mejor terapia contra la tristeza es reflexionar sobre sus causas, para así buscar remedio en la medida que podamos. Aprender a abordar los pensamientos que se esconden en el mismo núcleo de lo que nos entristece, para cuestionar su validez y considerar alternativas más positivas.

 A veces la tristeza tiene su origen en causas sorprendentemente pequeñas. Comienza quizá con un talante un poco gruñón, de queja, de susceptibilidad, o de envidia, más o menos leve, que en ese momento nos parece controlable e inofensivo. Pero si nos dejamos dominar por esos sentimientos, será inevitable que nos asalten también después, en horas más bajas, y es probable que, entonces, en un descuido, se hagan con el gobierno de nuestro estado de ánimo.

 Y lo peor de todo este fenómeno no es el mal rato que nos haga pasar –y haga pasar a otros– en cada ocasión; lo más grave es que, si no actuamos decididamente para superarlo, puede llegar un momento en que esos sentimientos se establezcan de modo permanente en nosotros y, en continuas oleadas, vayan invadiendo lugares cada vez más profundos de nuestra vida emocional.

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